LABERINTO DE HUMO


 Laberinto de Humo.



-¡Silencio en la sala, vamos a comenzar! -anunció el alguacil.

Saqué mi espejo y observé la imagen que en él se reflejaba. Ambas de las alusiones que se habían hecho a mi persona en la primera parte de la audiencia podían ser ciertas, ambas podían encajar. El rostro que aparecía en ese espejo era bastante grotesco.
Ojos azules, vacíos, hundidos en una oscura sombra morada que me daba un aspecto frío, cansado, viejo. Un rebelde pelo de color azabache pasado de moda, que aportaba a su propietaria, o sea, a mí, un desaliñado “look” de “madame de burdel”. 




Una madame demasiado vieja para que nada le importase, una madame demasiado vieja para ponerse al día en cuanto a estilismos se tratase. Y la guinda que colmaba todo este conjunto de desfavorecedores atributos la ponía ese color carmesí que acostumbraba a poner en mis labios, el cual les daba un aspecto de rosa marchita, apagada. 

El pitillo, por supuesto, colgando ligeramente en la boca mientras un laberinto de humo recorría la estancia.

Sí, también podría haber sido una ex-actriz, hundida y desechada después de haber pasado un infierno en un intento alocado de conseguir fama. Una fama que nunca llegó y que destrozó mi personalidad por completo. Como decía, dos alusiones muy certeras de un tipo de clase social que para nada pertenecía a mi mundo.

Si supieran que en realidad se trataba solo de un disfraz, si supieran que de no ser por el mismo no podría haber hecho lo que hice, si supieran que provenía de una clase social alta y que me costó horrores integrarme en ese mundo tan sórdido. Entonces, se darían cuenta de lo bien que había representado mi papel, mi papel de “madame de burdel”. Se darían cuenta de lo duro que había tenido que trabajar para llegar hasta mi objetivo final, la venganza.

-Señoría, por favor, ¿es que nadie va a decirle nada? -dijo la abogada defensora con un tono histérico en su voz.

Ya estaba otra vez esa rubita, estilo muñeca Barbie, dando la lata. La verdad es que le había hecho sufrir bastante en la primera parte de la vista, probablemente su estado de nervios fuera por mí. Sonreí victoriosa, no tanto por la agitación que había conseguido instaurar en ella como por el hecho de que ciertamente nadie, y digo nadie, se percató de que había colado un pitillo en la sala de un tribunal.

-¡Por favor, señora Lawrence! No abuse de mi benevolencia -me instó el alguacil. 

-¡En pie! -rugió el mismo en cuanto entró el juez-. La sesión va a comenzar.

-Veamos… -empezó a aullar la abogada retomando la palabra tras la pausa de la vista anterior-. Tenemos cintas de vídeo que demuestran que usted asesinó a sangre fría a este hombre, Thomas Leinstein -dijo señalando la foto que estaba pegada en el panel de la acusación-. ¿Cómo se declara usted? -preguntó con una triunfal sonrisa. 

Y el hecho de que nada más salir del nido se la rifaran los mejores bufetes de todo el estado, y que además hubiese ganado un par de casos importantes, no ayudaba demasiado a que se le bajasen los humos.

-Esquizofrénica. -contesté muy seria. 

La Barbie puso el grito en el cielo, de su boca salió un aullido a modo de exclamación mientras gesticulaba con los brazos y miraba al juez como diciendo: ¿Ha escuchado  eso? En la sala hubo de todo, desde risas divertidas y gritos desaprobatorios, hasta gente que se había quedado sin palabras. Y como no, el volumen de  los murmullos creció en tal medida que acabaron incordiando al juez y, este, tuvo que llamar la atención a toda la sala. 

-¿Disculpe? -me preguntó la rubia en tono reprobatorio, no para recibir una respuesta sino para agravar lo absurdo de mi contestación.

-Que yo sepa, uno es culpable o inocente, ¡no esquizofrénico!

-¿Acaso no se libran así del trullo la mayoría de asesinos de este país? A mí me parece bastante normal teniendo en cuenta que mucha gente ha sido absuelta tras declarar su “enfermedad” -le dije resaltando lo de enfermedad en tono irónico.

 -¡Habrase visto! ¿Es que acaso es usted psiquiatra? 

-No.

-Entonces, ¿en qué basa su afirmación?

-Pues recalco lo que dijo usted en la primera parte. Tras una acusación dijo algo así como: ¿Acaso no es obvio por su aspecto...? Pues eso mismo digo yo, ¿acaso no tengo cara de loca? -Le dije desafiante. Conseguí mi propósito, pues la saqué de sus casillas una vez más.

-¡Por favor, señoría! Esto es una pantomima, acabemos ya, tenemos pruebas en su contra. ¡Ni siquiera tiene abogado, se está defendiendo ella misma! Y está cometiendo desacato ante el tribunal. Todos sabemos que es culpable. ¿Por qué seguimos aquí perdiendo el tiempo?

Tras este alegato triunfal lleno de sensatez, lo normal hubiese sido que el juez le hubiese dado la razón y me hubieran concedido la pena de muerte, pero por fortuna para mí, el juez era perro viejo y le intrigaba mi comportamiento.

-Señorita Thompson, permítame que le diga que agradezco la buena fe con la que quiere realizar mi trabajo, pero usted es la abogada y yo soy el juez. Sólo hay dos cosas que me sacan de mis casillas, una es la intolerancia y otra que alguien venga a decirme cómo tengo que hacer mi trabajo. ¿Acaso duda de mi buen juicio? 

-Lo siento, señoría -dijo perpleja y con el rabo entre las piernas tras la amonestación.

-Prosigamos -rugió el juez-. Por favor, acérquese la acusada.
  
Me levanté aproximándome al estrado.

-¿Me podría decir lo que se propone? Desde mi punto de vista lo tiene bastante crudo y no lo arregla para nada con este comportamiento tan inusual. Le recuerdo que como siga por ese camino sin más preámbulos la llamaré a desacato y, se acabara la vista y no tendrá opción a más. Por ley tiene derecho a una defensa, pero una defensa real. Encuentro divertida su forma de hacer rabiar a la abogada pero, no se sobrepase o este juicio acabará pronto y muy mal parado para usted. 

-Señoría -le dije firme-. Sólo estoy haciendo uso de mi libertad de expresión, probablemente es lo único que me queda.

No sé si fue mi mirada clavada en la suya, la firmeza de mis palabras o la amargura que notó en las mismas lo que compadeció al juez, el hecho es que me permitió seguir torturando un poco más a la abogada.

-Pido la palabra -dije dirigiéndome a la sala-. No me parece ninguna pantomima ni tontería lo que estoy diciendo. Solo reclamo mi derecho de libertad de expresión. Y lo que ofrezco es mi punto de vista o mi vivencia, si lo quieren ver así. El caso es que no he dicho ninguna mentira. ¿Culpable, inocente? ¿Qué es lo que significa realmente esto en este país? Quiero decir, cuando a un asesino en serie lo dejan en libertad por declararlo esquizofrénico y enfermo, vean sino el caso de Stevenson contra la familia Kramer de 2008. Se le juzgó con pruebas irrefutables pero se le declaró una enfermedad mental y, al cabo de dos años lo soltaron en la calle y volvió a matar. ¿Existe entonces la justicia? ¿Es justo que tengan que compartir los mismos años en prisión un robo y un asesinato?

-¡Protesto! -dijo la rubita-. No viene al caso.

-Aceptada -rugió el juez-. Señorita Lawrence, ¿a dónde quiere ir a parar?

-Pues a que el hombre al que se supone que yo maté...

-Al hombre que asesinó -apuntó la abogada agresivamente.

-Era un asesino... -Terminé sin hacerle caso. 

-¡También era una persona! 

-No, era un animal. No sé si recuerdan ustedes un caso que sucedió hace diez años en Finlandia, en una isla de Finlandia en particular. Se le acusó de matar a 27 personas, se le juzgó y se le declaró culpable. Pero las leyes tanto allí como aquí son demasiado benévolas, ya que se le condenó a veintiún años de prisión. ¡Tiempo máximo estipulado! ¡Ohhhh! Y miren por donde, diez años después le sueltan, lo deportan aquí y vuelve a intentar matar. Y nada menos que a dos niñas.

-¡Protesto! No se está juzgando ya a mi cliente, se le juzgó en su día. No hay indicios o pruebas que demuestren que él intentara asesinar a ese par de niñas.

-Claro, porque no le dio tiempo, ya me encargué yo -contesté sabiendo muy bien que cavaba mi propia tumba. Todo iba viento en popa, estaba cerca de mi propósito aunque la gente nunca lo entendiera.

-¿Es usted consciente de que acaba de confesar un asesinato? -rugió con una sonrisa triunfal en la cara la rubia.

-No, solo soy consciente de que estoy reivindicando que actué en defensa propia.

-¿Insinúa que esas niñas, eran sus futuras víctimas? ¿Acaso eran familia o conocidas suyas? 

-No, no las conocía -declaré solemne.

-Señoría, llamo su atención ante esta afirmación. Entonces, ¿por qué se declaró inocente? ¿Por qué dijo que actuó en defensa propia?

La miré impasible, solo podía callar y esperar.

-Señorita Lawrence, le repito la pregunta y es obvio que ya sé su respuesta -me dijo el juez-. ¿Cómo se declara usted?

-Culpable -bramé-. Lo maté porque tenía que morir, porque era un animal que no tenía derecho a estar en la calle. Lo maté porque tanto a mí como a muchos otros inocentes se nos condena a la muerte cuando a los verdaderos asesinos se les suelta. Culpable por no haberlo hecho el día que allá en Finlandia mató a mi hijo y me lo arrebató todo. 

La sala estalló en murmullos, gritos de asombro… Llantos por parte de mi gente, de quien realmente sabía que era inocente.

-¡Silencio!

-Ustedes no me pueden quitar nada más, me voy feliz a mi destino. Contenta de salvar vidas. Si no, ya lo verán.

La expresión de la rubia era para plasmarla en un cuadro. Por primera vez en todo el juicio se quedó sin palabras. Los móviles sonaron, los flases estallaron mientras el juez dictaba sentencia con tez apesadumbrada y el policía me llevaba a mi celda, hacia mi viaje final. 

Antes de salir de la sala me acerqué a la abogada y le di un sobre.

-No lo abras ahora. Sólo ábrelo si quieres saber la verdad.

En el sobre había instrucciones de cómo conseguir los datos que durante todo un año de investigación había estado recopilando. Pruebas incriminatorias sobre el tipo, un listado de sus próximos movimientos e incluso las llaves de su casa real, no la casa en la que encontraron el cadáver… Sus próximas víctimas, dos niñas de Oregón de mirada risueña y toda una vida por delante.

Toda mi fortuna, desapareció, buscando pistas, pagando silencio, comprando gente. 
La mente de un asesino es un laberinto del que no se puede escapar, está lleno de recovecos y rincones escalofriantes que, ojalá nadie pudiese ver jamás. Te atrapa, te sobrecoge y crea una extraña adicción de querer  conocer más, no sé si por autodefensa o por paradójica empatía. El caso es que no lo puedes dejar, te absorbe sin más. Es muy difícil no caer en su mundo de tentaciones, sórdido, lleno de inmundicias. 

Y eso lo sé porque durante años yo había estado navegado por su mente, la mente de mi asesino, que era como un laberinto de humo. Etéreo, frío, borroso, duro, vejatorio, desconcertante y repito, adictivo si te dejas llevar.

Pero ya nada importa, conseguí mi objetivo, lo único que me dejará descansar en paz. 
Después del dolor y el vacío sufrido tras el asesinato de mi pequeño George, quien con diecisiete años dejó de respirar.

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